Una vez más. Manifiesto de la perseverancia


¿Cuántas veces se empieza de nuevo con algo que nos apasiona, que consideramos super importante en nuestra vida?   Todas las veces que sean necesarias. 

Si el radar hace una búsqueda de ejemplos, seguramente aparecerán los típicos propósitos de inicio de año: “esta vez sí lo logro, a ponerle con el ejercicio”, “voy a ahorrar más… y a guardar la tarjeta de crédito”, “me voy a cuidar, a comer más frutas y ensaladas”. Y la lista sigue. 

Estos son los ejemplos más clásicos. Sin embargo, si conversamos de manera más profunda con la gente a nuestro alrededor, si escarbamos en nuestros anhelos más escondidos (esos que a veces nos parecen tan difíciles que ni nos atrevemos a mentarlos con palabras, pero que ahí están) podemos encontrar verdaderas joyas: “quiero tener un negocio propio”, “voy a ser escritora”, “quiero aprender a cantar”, “me gustaría correr una maratón”, “necesito sacar de mi vida ese mal hábito”… y agreguemos todos los demás que se nos ocurran. 

Con frecuencia pasa que lo intentamos una vez, y otra vez, detrás de ese sueño. Y se aparecen mil obstáculos en el camino. Tal vez sea la indisciplina, se nos fue la salud un buen tiempo, apareció un problemón que requirió todo nuestro tiempo o simplemente quedamos atrapados en la telaraña de la vida, tejida en hilos que se llaman “cuentas por pagar”, “trabajo”, “limpieza de la casa” o “las compras de la quincena”. 
Y entonces nos habla esa vocecilla necia dentro de nosotros (no me diga que usted no tiene. Busque, busque en aquel rincón, cállese un ratico y la encontrará). Es la vocecilla que hace de porrista, que nos dice “¡sí se puede, sí se puede!”. 
A veces no queremos hacerle caso, pero ella se las arregla para cruzar en medio de la telaraña y encararnos: 

- ¡Diay, ¿qué pasó?
- Es que es muy difícil. La última vez no fue nada bien-. Y ponemos cara de víctima y todo. 
- ¿Y eso qué importa? Volvelo a intentar. 

Y entonces sacamos el arsenal de las excusas: “ya es muy tarde”, “estoy muy viejo. Debí haber empezado en la infancia, o mínimo en la adolescencia”, “es muy difícil”, “no tengo tiempo”, “me falta habilidad natural”. 

La perorata se vuelve larguísima. La vocecilla nos deja desahogarnos. Pero no se impresiona, a ella nada la impresiona. Y al final de nuestro recuento lastimero simplemente nos dice: “¿Y eso qué? Volvé a empezar, y logralo esta vez”. 
Y entonces uno se la cree y hace los arreglos necesarios: ajusta la agenda, acomoda el presupuesto, se deshace de los distractores y acomoda la vida alrededor del sueño, como el atleta que estructura su horario en función de las horas de entrenamiento. 
¿Qué dice su vocecilla? Anímese, préstele atención. 

Las personas que han culminado sus sueños no son mejores que nosotros, ni más inteligentes, ni más adineradas, ni más hábiles, ni con mejores oportunidades. Han sido más perseverantes. Se la creyeron y trabajaron duro. 

 Y aquí estoy yo una vez más frente al teclado. Me rodean mis libros, mis cuadernos de apuntes. Hay jazz de fondo, por supuesto, y la compañía de los personajes que hasta ahora solo yo conozco, pero que son tan reales para mí.  

Y me digo a mí misma que sí es posible, que soy escritora.

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