El arte y yo, con licencia para sentir

Cuando yo era niña no sabía que existía el arte; pero tenía otras nociones. Tenía claridad de cuánto me gustaba sentir el viento mientras escuchaba el sonido del aguacero que venía entre las montañas. Sabía que me emocionaba cantar y, sobre todo, era consciente de que había leído una y otra vez los cuatro libros de mi casa, incluido el único tomo de una enciclopedia por medio del cual me enteré de que existían Amado Nervo y Sor Juana Inés de la Cruz.

Los años pasaron y llegaron a mi vida nuevas oportunidades. Fue así como una vez tuve contacto con la música clásica y descubrí, para sorpresa mía, que me gustó un montón. Descubrí que existía la danza; ¡qué cosa maravillosa! A veces pienso que si me hubiera topado con ese mundo siendo una niña quizá habría sido bailarina. Y también me di cuenta de que había una cosa llamada jazz y de que hay personas que trabajan durísimo, con la rigurosidad de los ingenieros y de los cirujanos, para montar obras de teatro. Y por aquí me encontré con las esculturas y por allá con el arte contemporáneo, que de primera entrada parece raro, pero de segunda cobra sentido.

Hay manifestaciones de arte que me gustan más que otras. Sin embargo una vez Stefano Poda, director de ópera, me dio una respuesta inolvidable ante una pregunta mía sobre sus montajes vanguardistas. Me explicó que a la gente podía gustarle o no el resultado final de su puesta en escena, pero no podían ignorar que era un trabajo hecho con rigor, seriedad y excelencia. Desde entonces me cuido más antes de abrir la bocota y opinar sobre un trabajo artístico que me parece extraño.

En mi opinión, una de las reacciones más tristes que podemos tener ante el arte es la autoexclusión. Me explico: con frecuencia pensamos que el hecho artístico es “para otros”, para otros más “cultos”, “estudiados”, “de plata” y vaya usted a saber cuántos pretextos más. ¡Qué tontería más grande! Si nos gusta mirar la puesta de sol estamos en total capacidad de apreciar el arte visual, si nos emocionamos con el sonido del viento podemos vibrar ante la percusión latina y si hojeamos el periódico somos capaces de leer un libro de principio a fin.

El sábado pasado salí con mis hijos, de edad escolar, a celebrar el inicio de las vacaciones. Fue así como visitamos la exposición del escultor José Sancho que se encuentra en los Museos del Banco Central. En la superficie el diluvio era cosa seria; pero abajo la experiencia fue un deleite. Visitamos un zoológico de fantasía con peces de metal, osos de mármol, serpientes de piedra, pingüinos de chatarra y un suricata de madera. Y si uno ve, se antoja de hacer, así que gastamos un buen rato armando nuestras propias obras en la mesa interactiva.

Me encanta el trabajo de José Sancho, pero aún más me impresiona su historia. Fue así desde el día en que me enteré de que fue un economista que se dio permiso de cambiar de vida y volverse escultor. ¡Eso es demasiado inspirador para mí! Y si algo quisiera lograr yo con este comentario es motivarles a darse permiso, como este creador puntarenense, para disfrutar del arte.

Mientras escribo estas líneas estoy escuchando el Concierto para piano número 1 en si bemol mayor, de Tchaikovksy. Es un nombre que suena extraño, tal vez porque él era ruso, pero podemos darnos permiso hasta que suene como un nombre familiar. Tan natural como decir Leda Astorga, Fernando Contreras, Joaquín Rodríguez del Paso, Humberto Vargas, Rolando Trejos, Jimmy Ortiz, José Manuel Rojas, Laura Casasa, Zamira Barquero, Felo García, Francisco Centeno, Tatiana Lobo, Melvin Méndez, Benjamín Gutiérrez, Minor Arias, Ulpiano Duarte, Hernán Jiménez…

Estoy convencida: disfrutar del arte es tan natural como disfrutar de la puesta del sol.

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