Lecturas de medianoche
Está a punto de acabar este Día del Libro. Sin embargo aún
no suenan las campanadas de la medianoche. Aunque tenga mucho que estudiar
para mi examen final de este viernes, no quisiera dejar de unirme a la fiesta
de la lectura, una de las mayores pasiones de mi vida.
Entre las cosas que más disfrutamos los que amamos leer está el
juntarnos con otros que tienen esa misma loquera. De seguro parecemos bichos
extraños para quienes, tristemente, desconocen el placer inexplicable que se
siente al adentrarse en un relato, tanto que suspiramos cuando el personaje se
enamora o sufrimos terriblemente cuando fallece.
Hoy, día en el que han circulado cientos de miles de
mensajes sobre los libros, esta Nota de Esperanza no tiene mayor pretensión que
saludar a mis amigos lectores. Es algo así como un beso tirado al aire para que
lo atrapen todos aquellos que sostienen en su otra mano un libro, una
computadora o una tableta… Lectura es lectura.
Los libros me han abrazado en muchas circunstancias de mi
vida. Los de cuentos sazonaron mi infancia. En la adolescencia no leí más
porque no tuve más a mi alcance: obras de Julio Verne, Los Miserables, Viento del
Este, la colección de novelas juveniles de la biblioteca de mi querido Liceo
Unesco y hasta el suplemento Aprendamos, del periódico La República. En nuestra existencia rural
mi hermana Adriana y yo encontramos un tesoro en la casa de unos vecinos que
estudiaban educación en la Uned. No solo tenían muchos libros, y ya eso era de
por sí una rareza en aquella comunidad de campesinos, sino que además nos los
prestaron con una generosidad que nunca voy a olvidar.
En las épocas de la U raspaba el fondo de mis exiguos
ingresos, como becaria 11 que era, para comprar en las ofertas de Nueva Década.
De sus pilas en la acera llegaron a mi casa La
Dama de las Camelias, La Vorágine y
María.
Hoy sigo leyendo, no tan rápido
como quisiera. Ustedes comprenderán: soy mamá y esposa, trabajo tiempo
completo, estudio, hago ejercicio… y leo. ¡Cómo renunciar a semejante placer!
Al igual que debe sucederle a todos los lecto maníacos, mi mesita de noche es
un enredo de papeles que espero terminar en su momento. Ahí voy, al paso de las
tortugas, pero esa es la maravilla de leer por placer. Algo bueno que me ha
llegado con los años es que ya no siento esa prisa tremenda por terminar
rapidísimo, o por estar actualizada con todo lo que se publica, o por ser capaz
de comentar todo lo que está de moda.
La pila me acompaña al lado de la almohada. Les enumero
algunos, jamás por pedantería, solo para que se diviertan conmigo y se rían
pensando en su propia lista: La Biblia, Limón Reggae, de Ana Cristina Rossi; I Thought My Father Was God, compilado
por Paul Auster; Límites para nuestros
niños, de Cloud y Townsed; El Diario
de Greg, de Jeff Kinney (ese es un invitado de mi hija, Lucía), 100 años de literatura costarricense, de
Margarita Rojas y Flora Ovares; En pos de
lo supremo, de Oswald Chambers; Psicología
del aprendizaje, de Jeanne Ellis Ormrod, y Los mejores cuentos clásicos (otro huésped de Lucía).
Han de pensar
que leo mucho. Pues no tanto como quisiera, pero soy una gran entusiasta. Y en
esto, van a perdonar, mis aspiraciones son un total cliché: sueño con la isla desierta –con su propia
biblioteca- y una maca debajo de un palo de mango. Ja, ja. Mientras llega la
isla, me conformo con el enredo de la mesita de noche y los minutos que le
araño al reloj.
¡Feliz Día del Libro para todos mis amigos lectores!
Seguro leerán esto mañana, cuando ya sea 24 de abril. ¡Qué importa! Para leer
cualquier día es bueno.
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