Cuando toca el camino del dolor

Designed by Jcomp / Freepik

En las mañanas, cuando voy rumbo a mi trabajo, con frecuencia veo a un señor haciendo ejercicio. Es un sitio en el que bastantes personas corren y el señor no me llamaría la atención si no fuera porque tiene una sola pierna y hace sus caminatas con muletas.  Siento muchísima admiración por las personas como él, que tendrían todos los argumentos para quedarse en casa, hechos un puño, lamentándose por una y mil cosas más.

En los últimos días he estado reflexionando sobre lo que significa la adversidad. ¿A quién le gustan las dificultades? Salvo que uno tenga vocación de mártir (y conozco gente así, pero hoy no es el tema) uno no hace fiesta cuando llega la enfermedad, el desempleo, las dificultades financieras, el desengaño y cuantas otras cosas más se nos ocurran.

Al escribir estas palabras pienso en mis momentos, en mis pérdidas, en los días en que la incertidumbre se me ha adherido necia, como el monte en las medias cuando era chiquilla. Recuerdo los episodios en que el dolor me ha pegado una patada en la panza, o me ha tocado batallar con las cosas de las que nadie habla en Facebook: el miedo, la enfermedad, la soledad o la tristeza.

Sin embargo, ¿qué clase de personas seríamos si la vida no nos pusiera a prueba? Quizá pareceríamos un algodón de azúcar, que se desintegra en el aire. A la menor dificultad sentiríamos que el mundo se acaba y veríamos tragedias donde solo están los vericuetos normales de la vida cotidiana.
Aunque no me haga nada de gracia admitirlo, lo real es que creo que las dificultades me han hecho una mejor persona. Me han dejado llena de raspones y moretes, pero más fuerte, con entereza, plantada de cara frente a la vida.

Una vez entrevisté a don Felo García, pintor y Premio Magón de Cultura, y me contó que siendo un jovencito salió del país a jugar futbol y que fue terrible despegarse de su familia. Sufrió mucho, pero después de  la primer llorada desarrolló una fortaleza especial que le sirvió el resto de la vida. Me acordé de mí misma cuando entré a la Universidad.

Cuando hablo con mi hijo sobre las expectativas no cumplidas, a veces repasamos la historia de una familia que se había preparado para viajar a París, pero al aterrizar descubrió que el avión estaba en Amsterdam. Y entonces solo quedan dos caminos: sentarse a llorar por la ausencia de la Torre Eiffel o disfrutar la belleza de los tulipanes. Y cuando llego a ese punto es cuando pienso que, cosa tan rara, la adversidad me ayuda a desarrollar contentamiento. No es tema que me surja fácil; pero me encontré un libro increíble que se llama "Aligere su equipaje", de Max Lucado, y sigo aprendiendo.

Solo el que ha dejado el alma en la lucha sabe la gratitud que se siente cuando aparece una sombra en el camino que permite descansar un ratito para tomar fuerzas. Nadie garantiza que no volverá el aguacero, pero se disfruta el refugio mientas escampa. Después de que se ha atravesado la tormenta de turno hay mayor aprecio en los detalles: un día más de vida, una matita que floreció en el jardín, una taza de café...

Designed by Mrsiraphol / Freepik

Recientemente ví con mis alumnos en la universidad la película sobre la historia de Temple Grandin, mujer admirable que a pesar de su autismo logró ir a la universidad y hoy es docente y conferencista especializada en temas de bienestar animal. Sentí mucha admiración por ella, pero les confieso que todavía más por su madre que luchó contra todo: el sistema, la culpa, la misoginia y la ignorancia. Nunca se dio por vencida a pesar de que su hija, por su condición, ni siquiera era capaz de abrazarla.

Y la otra cara de la adversidad es el gran valor de los gestos de bondad que podemos tener hacia los que están en ella. Pienso en el señor que compartió con mi familia verduras de su finca cuando yo era niña, en los amigos que nos visitaron a orar cuando nos sintieron a mi esposo y a mí tan desanimados y en la compañera que solo atisbó una decepción en mis palabras y me envió un mensaje de aliento por Whatsaap. Y, ya saben lo que dice el dicho, una tristeza compartida es media tristeza y una alegría compartida es doble alegría.

Los que me leen con frecuencia saben que soy cristiana y no puedo cerrar este post sin mencionar que el Señor siempre ha estado ahí. Aún cuando las dificultades hayan tocado a la puerta, su bondad y su fidelidad nunca se han ido. He sabido lo que es sentir el alma hecha un puño y entender que no puedo hacer nada, excepto descansar en su cuidado. Y esa es la cosa más valiosa que la adversidad ha dejado en mí, me acerca más a Dios.


Designed by Jcomp / Freepik


Comentarios

Entradas populares de este blog

Día 3. La alegría de querer

Se vale soñar

¿A qué hora escribo si hay que ganarse el pan? (Rutina de escritora en América Latina)