La herencia que soy
El fin de semana pasado me reuní con mis compañeros de
colegio, la generación 88 del Liceo Unesco de Pérez Zeledón. Hace 25 años nos
graduamos como bachilleres de secundaria. ¿Quién diría? Y yo que me sigo
sintiendo veinteañera... pero esa es otra historia.
El punto es que la fiesta de celebración me llevó a Pérez
Zeledón y a Guadalupe de Rivas, el pueblito en que pasé mis años de colegio y
todas las vacaciones de la época universitaria. Fue un viaje especial,
simbólico. Las horas de manejada por el Cerro de la Muerte me dieron oportunidad
de pensar, de reencontrarme con una época muy linda de mi vida.
La memoria es una caja misteriosa. Recorrés el camino tantas
veces transitado y te llega el conocido olor a monte; mirás a la
montaña y te encontrás con relieves familiares, los mismos; abrazás a gente que
no veías hace 10 años y es como si el tiempo no hubiera transcurrido.
¿Cómo evitarlo? Tuve que hace balance de mi vida. ¿Quién soy
yo 25 años después? Ahí, entre las curvas del cerro, con un insolente cielo azul de
fondo, me paré frente al espejo de mi alma y, bendito sea Dios, me gustó la
persona que encontré. Tuve mucho por lo cual agradecer: la mujer que soy en la
actualidad, la posibilidad de haber estudiado una carrera que me gusta (y
trabajar en ella), mi familia. Mención aparte se ganó Víctor, mi esposo. No ha
sido fácil, pero de veras que nos hemos arrollado las mangas y el premio ha
sido bueno: una relación en la que hay fidelidad, equidad y confianza; suena a
verdadero milagro en estos tiempos.
Mientras repartía la atención entre compresionar y agradecer,
caí en cuenta de que soy el resultado del trabajo, el cuidado y el amor de
mucha gente. Encabezan la lista mis papás, Mario y Pily, que entregaron su vida
para que luego la mía diera fruto. Soy la herencia de este pueblito generaleño
entre montañas donde aprendí a nadar, a
querer y a desarrollar carácter caminando bajo el sol y la lluvia. En mi
quedó plantada la semilla de mi querido Liceo Unesco (compañeros y profesores
incluidos) y la que dejaron mis amigos en las iglesias Asambleas de Dios y Bautista.
Llegué hasta aquí por una abuela que me acogió en su casa
cuando terminé el colegio. Soy el resultado de un país que ha creído que vale
la pena invertir en educación: avancé en la
Universidad de Costa Rica con beca 11, usé el comedor de la U, fui
asistente y viví en las residencias estudiantiles.
Pero, sobre todo, soy la consecuencia del amor y la gracia
del Señor, que ha estado conmigo en cada punto del camino. A veces la gente
piensa que el estilo de vida que enseñó el Maestro es una camisa de fuerza que
limita y restringe. Sin embargo, les puedo asegurar que su enseñanza trae
bendición. Es un pastor de ética exigente, es cierto; pero es mucho mejor ser
oveja en el redil que perdida entre las laderas. No es metáfora pandereta; su
abrazo es tierno y su amor es real.
Y entonces, después de todo este análisis, me pregunté qué estaré plantando yo en mi entorno: en mi familia, en mi lugar de trabajo, en mi país. Recordé haber leído una frase en Facebook en estos días y la busqué para cerrar estas líneas. ¡Y…! más apropiada no podía ser. Se la atribuyen a Robert L. Stevenson: “No midas al éxito por la cosecha de hoy, mide el éxito por las semillas que plantas hoy”.
Así que creo que ya modelé suficiente frente al espejo. Voy
guardando el canasto y sacando la pala, la siembra continúa.
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