Mi derecho, mi privilegio
Hay elementos de nuestra vida cotidiana que se nos vuelven peligrosamente normales, los damos por sentado. Así, dejamos de maravillarnos ante la lluvia, sin pensar en quienes caminan kilómetros para conseguir pocos litros de agua; o se nos olvida que eso de vivir en un país que no tiene ejército es una rareza en el vecindario del planeta. Creo que lo mismo sucede con la posibilidad de votar para escoger gobernantes.
Hace dos años tuve el gusto de trabajar en una exposición museográfica sobre el Bicentenario de la Constitución de Cádiz. Uno de los descubrimientos más relevantes para mí fue el enterarme de que esta constitución, por primera vez en nuestras tierras americanas, reconoció la posibilidad de que las personas fueran consideradas ciudadanas.
Poco a poco se abría camino el sueño de la Ilustración de que el poder residiera en la nación y no en su majestad. Es difícil de entender para quienes hemos vivido toda la vida en una democracia. Aquí por cualquier asunto nos tiramos a la calle con pancartas y cimarronas. Pero antes de las Cortes de Cádiz no había más autoridad que el rey. La primera vez que vi una Real Cédula en el Archivo Nacional sentí un estremecimiento cuando llegué a la última página y encontré una leyenda en letra grande con la firma del autor: “Yo, el Rey”.
¿Cuánta gente en el mundo puede levantarse un domingo y alistarse para ir a votar? Y además hacerlo sin miedo a un acto terrorista o a la represalia de los vencedores, en caso de que mi partido no resulte ganador.
La estabilidad de nuestra democracia se nos vuelve a veces peligrosamente normal. Dejamos de verla en toda su dimensión y nos acostumbramos a ella, como a los colores diarios del atardecer en el verano.
Lo real es que algo como esto es un paraíso impensable para una mujer siria llamada Abeer. En diciembre encontré su historia en una nota del periódico La Nación y después de leerla quedé absolutamente conmovida. Su sueño no era que la situación política en Siria cambiara, ni siquiera que acabara la guerra que escurre la vida en su país, para la cual no logré encontrar un adjetivo que me pareciera apropiado. Nada de eso. Refugiada en Europa, Abeer dijo al periodista que la entrevistó: “Anhelamos tener una habitación, no una casa (…) Abrir la puerta, cerrar la puerta. Volver a ser una familia”.
Voy a ir a votar el domingo. Lo haré porque quiero modelar para mis hijos y porque creo que mi opinión es importante, que cuenta. Pero, sobre todo, iré a votar porque quiero honrar el sueño de Florencio Castillo y los demás diputados que en las Cortes de Cádiz creyeron que era posible un mundo gobernado de forma distinta. Iré a la Escuela José Ana Marín, de Coronado, para seguir construyendo democracia por la gente como Abeer, desarraigada de su tierra, sin siquiera una puerta para cerrar.
Será la oportunidad de ejercer mi derecho y de celebrar al país en que nací.
Imagen: Arteria
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