Mi casa, mi oasis

Estas son las flores que me han acompañado en la mesa esta semana.
Yo las encuentro absolutamente terapéuticas

En los días previos a la Semana Santa tuve en la oficina la típica conversación sobre lo que teníamos planeado hacer en el receso que teníamos por delante.

Yo, toda emocionada, les conté a mis compañeras sobre la ilusión que me daba simplemente quedarme en casa. Les mencioné dos artículos que se habían publicado recientemente al  respecto, uno en El País y el otro en Revista Dominical, de La Nación. Yo no sabía que ese deleite mío de estar en casa sin prisas de ningún tipo había recibido de parte de otros el nombre de “nesting”.

Nos reímos mucho hablando de quiénes entre nosotras preferíamos casa y quiénes calle, y cómo empatamos nuestro gusto con nuestros familiares más cercanos.

Pensé que los bichos raros éramos pocos, pero en una tomada de café el Lunes Santo con dos queridas amigas, me enteré de que ellas tenían el mismo plan: estar en casa.

No me malentiendan, no juzgo a los que pasaron estos días más allá del hogar, ya fuera en un paraje natural desolado o en una playa multitudinaria. Son estilos (y momentos de vida). En mi propia familia hay representantes de ambas posturas.  Y no crean que he pasado totalmente encerrada. Hemos dado algunas vueltas; pero nada muy lejos, sin mucho manejar, con el propósito sencillo de hacer algo juntos los cuatro.

Si usted callejeó, no dudo que lo haya disfrutado. Pero yo la he pasado tan requete bien en mi oasis que no resistí la tentación de dedicar esta entrada del blog al paraíso que han sido estos días de tranquilidad, toda una terapia para mi salud física y emocional.


Porque uno de los subtemas de mi conversación de la oficina fue el hecho de cuánto nos cuesta disfrutar nuestras propias casas, que a veces anhelamos como si fueran  un hotel de playa frente a aguas color turquesa. 

Regreso a mi reporte de estos días. Tenía varias semanas imaginando unas rositas enanas para darle un toque de color al patio. Con la ayuda de mi gran compañero, mi  esposo Víctor  que me consiente en mis antojos domésticos, ya tengo dos macetas albergando dos preciosas rositas, una amarilla y otra rosada con blanco, e incluso dos lantanas en el jardín y dos nuevas canastas con helechos en el corredor. No puedo explicarles cuánta felicidad le han dado a mi corazón.

También tenía un rincón con una mesa repleta de bolsos, un total monumento al desorden. El proyecto pasó por varios presupuestos. El primero se volvió demasiado oneroso, así que recurrí al plan b y con la cuarta parte del dinero (y el trabajo servicial y amoroso de Víctor, otra vez) ya reacomodé el espacio. Así quedó.





No me canso de mirarlo. La energía me dio para para quitar un montón de objetos inútiles del desayunador, dejarlo despejado y mover plantas. Entre eso y las flores que adornan el centro de la mesa (la primera foto de la entrada), estoy que no  me canso de mirar mi salita querida.

¿Y qué me dicen del placer de dormir tarde o hacer siesta después de almorzar? Además he seguido con mis caminatas y he visto una que otra película. No he leído tanto, pero he sacado mis ratitos para conectar con lo que llamo “mis cosas”, lo que incluye los textos que estoy escribiendo y mis planes al respecto. Una de las ganancias más sabrosas que me produce este ritmo distendido es la posibilidad de detenerme a reflexionar sobre el día a día, pensar en qué quiero y en qué no, y en qué puedo hacer al respecto con aquello que me incomoda o me roba la paz. Es así, descansar me ayuda a tomar responsabilidad sobre mi propia vida.

Si no me creen sobre las bondades de este tiempo de quietud, vean qué  impresionante lo que menciona el artículo de El País, citando al doctor Vicente Saavedra, de la clínica Medicina Integral de Barcelona:


 “Pararnos en medio de este mundo de locos, conectar con nosotros mismos, con nuestros sentimientos y pensamientos para poder ver hacia dónde vamos, y orientar nuestra vida correctamente, es una absoluta necesidad humana para tener buenas relaciones, disfrutar de las cosas sencillas y gratis que ofrece la vida (la mayoría), así como para cuidar de nosotros, de los nuestros y afrontar los problemas eficientemente con una buena actitud”.

La quietud y los días sin agenda precisa también son para mí una oportunidad excelente para conectar con el Maestro. De hecho, uno de los pensamientos en los que he reflexionado estos días es en cómo ese activismo loco que envuelve nuestra vida occidental contamina también nuestra vivencia cristiana. He pensado en el llamado que los discípulos tenemos a ocupar nuestro espacio en la obra del Señor. Y en medio de este pensamiento llego a una conclusión, sencilla y extraordinaria a la vez: antes que obrera, el Señor (¡vaya, bendito milagro!) me quiere su amiga. Anhelo ser María, la que se sentaba tranquila a conversar con Él en vez de pasar atarantada, escoba en mano, como su hermana Marta.  Y entonces recordé esta canción de Juan Luis Guerra, que me encanta y luego de la cual creo que no hace falta añadir nada más:

“No he venido a pedirte 
como suelo, Señor (…)
Tan solo he venido 
a estar contigo 
a ser tu amigo 
a compartir con mi Dios 
a adorarte y darte gracias 
por siempre gracias 
por lo que has hecho, Señor 
conmigo”.

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