Adentro y afuera, de recogimiento y multitudes


Un rinconcito de mi patio

Estar en casa es para mí un deleite. No obstante, aún para la gente casera como yo, la pandemia se empieza a volver impertinentemente larga. Paso los días en un subibaja de emociones: a veces me derrito viendo las nuevas flores del jardín y otras deseo agarrar el carro y manejar a cualquier lugar a vivir un poco de anonimato entre el tumulto. Así va esta entrada: de claros, oscuros y grises. 

Primero, el gusto por estar en la casa. 

La choza, el chante, la jaus. Ese espacio físico en el que transcurren los días. Rememoro las diferentes paredes en que se ha impreso mi historia, las atmósferas en las que he llorado y reído. Las ventanas a través de las cuales he visto la lluvia o he buscado el cielo para hacer llegar una oración. 

A mí, en general, me encanta la quietud del hogar. Lo sabía y la pandemia me lo confirmó. No niego que me hace mucha falta la cafeteada con las amigas o ir a la librería a vagabundear; pero tampoco ha sido un sacrificio trabajar desde un sitio al que antes siempre regresaba de noche. 

Mi casa es sencilla. A mi esposo y a mí nos ha costado mucho; seguro por eso la quiero tanto. Cuando llegamos a vivir en ella era una isla de 64 metros cuadrados en el centro de un lote sin tapias, en medio de una urbanización con muchos terrenos aún vacíos; es decir, abría la puerta de la cocina y se desplegaba un terreno inhóspito entre potrero y polvazal. 

Con los años la hemos ido mejorando, poniéndola más guapa. Está llena de detalles que seguro solo nosotros notamos. Hay mucha ventana para que el viento y la luz corran a gusto y tiene su jardín (chiquito y generoso por partes iguales). Hay un pequeño estudio que ha sido mi refugio en estos tiempos de teletrabajo (¡de los tesoros que nos ha dejado este tiempo inédito!). Aquí estoy escribiendo; puedo ver tanto desde la ventana: el atardecer a veces a rojo y a veces gris (quienes me conocen sabrán que este último es igual de bello para mí), los árboles de los patios vecinos, los pájaros y si me pesca la noche las luces de San José, allá abajo en el valle.

Pensar en la casa también es pensar en la familia. Esa gente con la que camino los días, con la que me peleo y me reconcilio. A veces río con sus chistes; yo soy fatal para contarlos y no es extraño que me cueste entenderlos... en fin, yo me esfuerzo. Otras veces toca llorar, tirar la puerta y zapatear por el dolor (no me caería mal un sombrero como el de Don Ramón, el de la vecindad del Chavo). Es la familia, la gente con la quedamos cuando se cierra el telón; nos felicitan si la función fue un éxito y nos animan si salió espantosa. 

La pandemia no solo me ha permitido confirmar la persona tremendamente hogareña que soy. También me enseñó que hasta la belleza cansa, dijo José José. ¡Qué ganas de abrazar a tanta gente querida!. Bendito Dios que existe el teléfono, el WhatsApp y el Zoom, pero nada sustituye el sentir la piel del otro o carcajearse alrededor de una mesa con comida. 

La gente joven y los que históricamente han amado callejear fueron los primeros en sufrir con el #QuedateEnCasa. Pero esta cosa se ha vuelto tan insospechadamente larga que hasta los discípulos del nesting estamos empezando a arañar paredes. He tenido mis dosis de caminatas, mis paseítos estrictos con mi "burbuja"; pero ya me hace falta un poco más. 

Yo me he tomado muy en serio el tema del distanciamiento físico. Bajo este techo vivimos cuatro y tres tenemos factores de riesgo en caso de que enfermáramos de Covid-19. Y al día de hoy solo yo tengo una primera dosis de la vacuna.

Así que se podrán imaginar que ya extraño el molote de la feria del agricultor,  comerme una pupusa entre los puestos de verdura y mandar a la porra ese metro ochenta que nos convierte en islas humanas. Quiero visitar a mi mamá y acostarme en su cama un rato después del almuerzo.  Quiero a ir un cine abarrotado en el que me como mis palomitas sin pensar en mascarillas, tener clases bimodales (déjenme un poquito de virtualidad, que también es maravilloso no trasladarse) y tener tardes de café con mis amigas, de esas en que vuelvo ronca de lo mucho que hablé y reí. 

Pero todavía no se puede. 

Mientras tanto, agradezco con todo el corazón por la salud y la vida. Cada día es un nuevo milagro por el cual dar gracias. Ese presente del que se habla tanto, ese "vivir el hoy"; no es un eslogan, es la puritica verdad. Carpe Diem

Quizá este es el valioso recordatorio que este texto me deja. Que no vale la pena correr tanto. Quiero detenerme a ver la flor que está brotando, el nidito que se formó, el colibrí que llegó fugaz. Lo esencial de la vida está en lo sencillo, en la taza de café recién chorreado o en el mensaje que alguien me manda por WhatsApp para preguntarme cómo estoy, en la maravilla de sabernos vivos. Y además tengo la consciencia de que pertenezco a un grupo privilegiado que tiene trabajo, techo y comida en la alacena. 


¿Acaso hay algo más placentero que leer con una taza de café?



Hoy vuelvo mis ojos al patio donde crecen el romero y la lavanda. Escucho a mis hijos en clases virtuales en sus cuartos. En un rato iré a poner la mesa y llegará mi esposo para cenar. La tarde está fresca y silenciosa, el atardecer me visita hoy con dos franjas anaranjadas al otro lado de los árboles. Gracias a Dios. Es más que suficiente. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Invierno de mis amores

Se vale soñar

¿A qué hora escribo si hay que ganarse el pan? (Rutina de escritora en América Latina)